Todos somos hijos de la guerra, nacidos del ansia de poseer y vencer a los
que antaño fueron amigos, solamente por la riqueza material. Nos han enseñado
que clavar el puñal en la espalda es el único modo de conseguir algo sin
enfrentarse; los enfrentamientos, aún así, son los que calma al ser humano de
su necesidad interna de mostrar nuestra superioridad. Nos dicen que la
verdadera felicidad es una utopía inventada en antiguas leyendas, aunque lo que
más se acerca a ella es la plenitud material. Cuando miramos alrededor, no
podemos ver nadie en quien confiar, ni nadie a quien pedir o dar ayuda. Todo
esto es lo que nos han impuesto desde niños.
Ha sido la guerra quien nos ha negado la personalidad y nos ha dado un uso
para conseguir algo; hay que pisotear al corazón para centrarse completamente
en la razón. Somos armas en manos de gobernadores, por lo que nuestra única
razón de ser es servir a alguien que no conocemos pero que sabemos que existe.
Las armas se oxidan, sin embargo. Otras se quedan anticuadas y son
remplazadas por unas nuevas, y también hay las que son defectuosas de fábrica.
Lo obvio es que todas ellas, tengan el problema que tengan, no sirven para
nada, siendo algo claro que lo mejor es deshacerse en vez de tener el espacio ocupado.
Es eso mismo lo que ha pasado con nosotros. Cuando se han dado cuenta de
que no les servimos para nada, nos han tirado al agujero del olvido y nos tratan
como si no fuéramos nadie. Ni nos tratan, directamente. Nos han desterrado de
nuestro hogar y dejarnos sobreviviendo a nuestra suerte en las montañas que
rodean al país. Tampoco nos dejan morir en medio de alguna batalla, puesto que
sería un cadáver inservible y no quieren eso. Prefieren que nos muramos poco a
poco, no de un disparo mortal.
Yo entro en el grupo de los que jamás ha servido de nada al gobierno.
Siendo pobre, físicamente torpe y nada manipulable para pensar como ellos pretenden
que haga, ¿para qué se molestarían en darme una oportunidad para vivir? Lo
fácil es arrojarme a las tierras de los inservibles y que lo único que vea en
mi vida sea rocas, hierbas e insectos. Algunos mamíferos y aves también, aunque
los más corpulentos terminan siendo nuestra comida. Así he vivido aquí desde mi
adolescencia, cuando en el centro de educación vieron que no valía la pena que
me preparasen participar en la guerra, junto a otros muchos compañeros. Durante
todo este tiempo he visto mucha gente morir en estas montañas, echar su último
suspiro y convertirse en un cuerpo inerte y desnutrido que tan solo ocupa
espacio. En realidad, si yo he llegado a
sobrevivir hasta ahora, ha sido por haberme acostumbrado a comer muy poco en
casa, y ahora nuestra caza me sirve para alimentar, por muy pequeña que sea mi
ración.
Pero lo que más fuerzas me da para seguir viviendo es la esperanza. Espero
que algún día abandonemos esta tierra muerta y formemos un pueblo entre todos.
Sueño con que dejemos de ser hijos de la guerra para pasar a ser hijos del
mundo, de la libertad.
No se dan cuenta. No ven que matar a mansalva no aumenta nuestro estatus,
ni nuestras pertenencias. Puede llegar a llenar nuestros bolsillos, pero el
vacío moral se hace cada vez más grande. Pueden odiarse entre ellos, clavarse
todas las puñaladas que quieran, peor para ellos; porque lo que he aprendido
viviendo es que si estamos juntos, creamos un vínculo entre nosotros más fuerte
que el dinero mismo. No veo enemigos alrededor, sino personas que merecen tener
una vida; ser alguien definitivamente.
Ojalá algún día dejen de luchar y utilizar a los ciudadanos como armas. Ojalá
nos permiten construir nuestro paraíso, con nuestro esfuerzo y satisfacción. No
sé si seguiré vivo para cuando eso suceda, pero no permitiré que mis hijos sean
hijos de la guerra. Por nuestra dignidad.
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