lunes, 8 de julio de 2013

Hijos de la guerra



Todos somos hijos de la guerra, nacidos del ansia de poseer y vencer a los que antaño fueron amigos, solamente por la riqueza material. Nos han enseñado que clavar el puñal en la espalda es el único modo de conseguir algo sin enfrentarse; los enfrentamientos, aún así, son los que calma al ser humano de su necesidad interna de mostrar nuestra superioridad. Nos dicen que la verdadera felicidad es una utopía inventada en antiguas leyendas, aunque lo que más se acerca a ella es la plenitud material. Cuando miramos alrededor, no podemos ver nadie en quien confiar, ni nadie a quien pedir o dar ayuda. Todo esto es lo que nos han impuesto desde niños.

Ha sido la guerra quien nos ha negado la personalidad y nos ha dado un uso para conseguir algo; hay que pisotear al corazón para centrarse completamente en la razón. Somos armas en manos de gobernadores, por lo que nuestra única razón de ser es servir a alguien que no conocemos pero que sabemos que existe.
Las armas se oxidan, sin embargo. Otras se quedan anticuadas y son remplazadas por unas nuevas, y también hay las que son defectuosas de fábrica. Lo obvio es que todas ellas, tengan el problema que tengan, no sirven para nada, siendo algo claro que lo mejor es deshacerse en vez de tener el espacio ocupado. 

Es eso mismo lo que ha pasado con nosotros. Cuando se han dado cuenta de que no les servimos para nada, nos han tirado al agujero del olvido y nos tratan como si no fuéramos nadie. Ni nos tratan, directamente. Nos han desterrado de nuestro hogar y dejarnos sobreviviendo a nuestra suerte en las montañas que rodean al país. Tampoco nos dejan morir en medio de alguna batalla, puesto que sería un cadáver inservible y no quieren eso. Prefieren que nos muramos poco a poco, no de un disparo mortal.

Yo entro en el grupo de los que jamás ha servido de nada al gobierno. Siendo pobre, físicamente torpe y nada manipulable para pensar como ellos pretenden que haga, ¿para qué se molestarían en darme una oportunidad para vivir? Lo fácil es arrojarme a las tierras de los inservibles y que lo único que vea en mi vida sea rocas, hierbas e insectos. Algunos mamíferos y aves también, aunque los más corpulentos terminan siendo nuestra comida. Así he vivido aquí desde mi adolescencia, cuando en el centro de educación vieron que no valía la pena que me preparasen participar en la guerra, junto a otros muchos compañeros. Durante todo este tiempo he visto mucha gente morir en estas montañas, echar su último suspiro y convertirse en un cuerpo inerte y desnutrido que tan solo ocupa espacio. En realidad, si  yo he llegado a sobrevivir hasta ahora, ha sido por haberme acostumbrado a comer muy poco en casa, y ahora nuestra caza me sirve para alimentar, por muy pequeña que sea mi ración.

Pero lo que más fuerzas me da para seguir viviendo es la esperanza. Espero que algún día abandonemos esta tierra muerta y formemos un pueblo entre todos. Sueño con que dejemos de ser hijos de la guerra para pasar a ser hijos del mundo, de la libertad. 

No se dan cuenta. No ven que matar a mansalva no aumenta nuestro estatus, ni nuestras pertenencias. Puede llegar a llenar nuestros bolsillos, pero el vacío moral se hace cada vez más grande. Pueden odiarse entre ellos, clavarse todas las puñaladas que quieran, peor para ellos; porque lo que he aprendido viviendo es que si estamos juntos, creamos un vínculo entre nosotros más fuerte que el dinero mismo. No veo enemigos alrededor, sino personas que merecen tener una vida; ser alguien definitivamente.

Ojalá algún día dejen de luchar y utilizar a los ciudadanos como armas. Ojalá nos permiten construir nuestro paraíso, con nuestro esfuerzo y satisfacción. No sé si seguiré vivo para cuando eso suceda, pero no permitiré que mis hijos sean hijos de la guerra. Por nuestra dignidad.

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